Ya No Hay Tiempo

Nota: Esta entrada es una lectura diferente a los contenidos habituales del blog. Es una pausa creativa pensada para reflexionar, imaginar y disfrutar. Si te interesa este tipo de publicaciones, puedes dejar tu opinión en los comentarios.

Aló, hola, papá, ¿cómo estás?
—Bien, hijo... bien —la voz sonó al otro lado, áspera y frágil, como una rama a punto de quebrarse—. Recuperándome. A veces me duelen estos malditos huesos, pero vamos bien, amigo.
—¿Y qué te han dicho los médicos? —preguntó Jhonatan.
—Más y más exámenes. Nos toca esperar, amigo. ¿Y tú? ¿Cómo están por allá?
—Acá todo bien. Este trabajo que no da tregua, pero me alegra saber que estás bien. Ya me toca irme a trabajar, luego te llamo. Cuídate mucho, ¿sí? —apretó el teléfono como si con eso pudiera sostenerlo un poco más—. Que estés bien.
Cortó.

Se quedó mirando la pantalla apagada, sintiendo cómo algo en su pecho presionaba. El corazón le pesaba. La garganta le ardía. Pero su padre decía que estaba bien... y Jhonatan decidió creerle.

Se alistó en menos de diez minutos. El cuerpo se movía, automático, pero la cabeza seguía colgada en esa llamada.
Perdió mucho más de diez minutos viendo las mismas estupideces de siempre: reels vacíos, gaticos posando dulzura, caídas ridículas que arrancaban risas huecas. Cada video era un refugio y una rendición. Cada segundo perdido, un intento torpe de no pensar demasiado.

Solo cuando el reloj lo acorraló, se lanzó a su rutina.

Era el encargado de mantenimiento en un hospital de segundo nivel. Su rutina consistía en reparar cosas, podar el césped, arreglar puertas flojas, mover objetos pesados y mantener los alrededores en buen estado. A ratos, se refugiaba en su celular, tragando más y más reels como quien mastica chatarra para matar el hambre.
La rutina era simple: trabajar, comer en solitario, volver a casa.
Estudiar hasta que los ojos le ardieran, mientras evitaba al pequeño que correteaba por la casa, intentando no perder el hilo de su concentración.
Estudiar. Superarse. ¿No era eso lo que nos habían enseñado desde siempre? Que el sacrificio nos salvaría. Que el futuro sería nuestro premio.

"Es por ti que lo hago, pequeño. Para que no tengas que romperte la espalda como yo." pensaba Jhonatan, cerrando los ojos un segundo, respirando hondo, cargando solo en sus hombros el peso de todo lo que jamás decía en voz alta.

Las ramas crujían como huesos rotos esa noche, y el viento, afilado como un cuchillo viejo, silbaba entre los tejados.
La esposa de Jhonatan dormía profundamente, enredada en su pequeño.
Jhonatan, en cambio, era un náufrago varado frente al resplandor pálido de su laptop.
Maldita clase de arte.
Una eternidad de tipos, estilos, corrientes. Una procesión interminable de nombres y fechas que parecían escurrirse por sus ojos cerrándose. Pero seguía ahí, tercamente clavado al asiento, resistiendo. Porque había que resistir, ¿no?

Conocimiento.
Buena palabra, buena fachada.
Si me preguntaran, yo diría que fue un puñado de idiotas el que inventó esta máquina de cadenas llamada conocimiento: un dulce veneno que nos mantiene girando en un carrusel de esfuerzos inútiles, creyendo que si corremos suficiente, si aprendemos suficiente, si sangramos suficiente, un día seremos libres.
Pero esa discusión no importa ahora. Esta no es mi historia.
Es la de Jhonatan.
Y Jhonatan tenía otra batalla que pelear.

Cuando por fin la clase acabó, cerró la laptop con un chasquido seco, como si acabara de clausurar una cárcel.
Era tarde. Las 11.
Miró el celular. WhatsApp parpadeaba.
Su padre estaba en línea.

El impulso de llamarlo le rozó el corazón, pero la imagen de su pequeño removiéndose en sueños lo detuvo. No quería despertarlo. Y afuera... afuera el frío era un monstruo agazapado.
"Mi viejo es fuerte", pensó, empujando hacia atrás esa punzada de miedo. "Se va a recuperar."
Dejó el celular sobre la mesa de noche, como quien suelta un arma sin usar, y se dejó hundir en el espeso abrazo del sueño.
Un sueño denso, lleno de ramas que crujían en la oscuridad.

La mañana siguiente llegó arrastrándose, como siempre, trayendo su circo de rutinas.
Desayuno apresurado, un adiós sin alma a su esposa, un beso automático en la frente tibia del crío y directo al matadero de siempre: trabajo, trabajo, trabajo.
Ah, sí, se me olvidaba varias horas desperdiciadas pegado al maldito celular viendo videos de risa, frases motivacionales que te mastican la lógica de toda la vida y te la vomitan en la cara con una voz tan persuasiva que hasta tú, imbécil con experiencia, dices: "Tienen razón".
Claro que tienen razón.
Claro que ya lo sabías.
Pero igual, no haces nada.
¿Sabes por qué?
Te lo voy a decir, aunque vuelva a meter las narices en esta historia que no es mía, pero qué carajo:
Porque eres humano.
Y el ser humano es una criatura momentánea, una basura emocional que olvida tan rápido como siente.

Te lo dibujo fácil: pasa una desgracia, lloras, tiemblas, juras cambiar.
Y tal vez lo haces... uno, dos, tres días, si eres un héroe tal vez un mes.
Pero luego, vuelta a la mierda de siempre.
No me creas a mí, mírate en el espejo.
O mejor aún, mira esa tendencia ridícula de querer cambiarlo todo cada cinco minutos: ropa, pareja, sueños, personalidad. Todo descartable, todo de usar y tirar.

Así funciona el dolor.
Así funciona el amor.
Así funciona todo.
Todo es una maldita moda pasajera.
Y cuanto más lo entiendo, más me pudro por dentro.
A veces quisiera mandarlo todo al carajo y vivir como un ermitaño, lejos de este carnaval de farsantes.
Ya lo dije. Ya lo escupí.
Y me disculpo un poquito si vuelvo a entrometerme en la historia de Jhonatan.
Pero qué quieres que haga.
Soy humano también.

Prosigamos.

La tarde y la noche se pudrieron igual que siempre: salir medio sonriente del matadero llamado trabajo, hablar mierda con los compañeros sobre las mismas estupideces de siempre que si Facebook te espía, que si los algoritmos saben más de ti que tu madre, como si eso fuera una revelación y no un secreto a gritos que a nadie le importa de verdad.
Un bocadillo mal masticado, un beso en la mejilla de la esposa, un beso en la frente del crío, un suspiro de hastío, y a la cama.
La laptop encendida sobre los pies de Jhonatan, iluminándole la cara como una lápida tecnológica.
Todo igual. Todo jodidamente igual.
Con la diferencia de que esa noche ni siquiera pensó en su viejo.
Ni un recuerdo, ni una punzada de culpa.
Nada.
Un olvido tibio, como todo lo que el cansancio y la rutina terminan devorando.

Fue al día siguiente. Entre el sudor de la prisa y el eco hueco de una mañana más. De pronto, como un golpe seco, se acordó.
"Mi padre", pensó, casi con vergüenza, mientras se enfundaba en su día como un reo en su uniforme.
Pero no hubo tiempo para culpas.
El trabajo se lo tragó.
Ese día no hubo reels, ni risitas estúpidas, ni respiros.
Llegaron máquinas nuevas para modernizar el hospital, y a Jhonatan casi se lo llevó la modernización por delante.
Trabajó como un animal viejo y cansado, hasta que no quedó de él más que un bulto que apenas lograba moverse.
Cuando llegó a casa, no era más que un saco de huesos envuelto en la mugre del día.
Una cena raquítica, una ducha rápida que parecía más castigo que alivio, y luego la nada: un sueño denso, brutal, un coma voluntario.
El cansancio le sirvió de sábana, de almohada y de colchón.

La mañana siguiente ni la alarma se atrevió a desafiar su agotamiento.
Tuvo que ser un sacudón violento.
Era su mujer.
—¡Se te va a hacer tarde! Ya está el desayuno —dijo ella, con esa voz paciente, como si aún creyera que el mundo podía arreglarse con tostadas calientes.

Con los ojos arrugados y el cerebro todavía a medio encender, Jhonatan asintió. Dio dos vueltas en la cama como si estuviera buscando una respuesta entre las sábanas, y luego se levantó de golpe, como un resorte viejo que aún sirve.
Engulló el desayuno sin saborearlo, viendo cómo los minutos se deshacían en el reloj.
Tomó el celular. Dudó. ¿Llamar o no llamar? Esa pelea de un segundo que igual te deja exhausto.
Al final llamó. Porque eso hacemos: pateamos latas en vez de tomar decisiones.
Primer intento: nada.
Segundo intento: respuesta. Más o menos.

—Aló, papá, ¿cómo estás? —dijo Jhonatan, tanteando la voz como si hablara con un desconocido.
—Aló, Aló, Aló —contestó el viejo, atrapado en algún lugar entre la señal y el olvido.
—Sí, papá, te escucho. ¿Cómo estás?
—Estoy como estoy, sí.
—¿Te pasa algo, papá? —insistió Jhonatan, ya sintiendo el nudo en la garganta.
—Sí, estoy bien... estoy muy bien... o qué... estoy... estoy raro —balbuceó su padre, arrastrando las palabras como quien arrastra cadenas.
—¿Estás con tu familia, con tu hermana?
Sí... sí, estoy... estoy aquí... creo —murmuró, enredándose en su propia voz.

Jhonatan cerró la llamada con la urgencia de quien cierra una puerta para no ver lo que hay detrás.
El silencio que se instaló después era de esos que pesan como cemento fresco.

—¿Te pasa algo, Jhona? —preguntó su esposa.

Jhonatan sintió algo subirle desde el estómago hasta el pecho. Algo sucio, algo frío. Algo que no tenía nombre.

—Estaba raro... no hablaba bien... algo le pasa —dijo, con la voz cargada de esa certeza que uno no quiere tener—. Debo ir a verlo.

Su mujer, que sabía más de renuncias que de palabras, entendió.
Sin decir mucho, le alcanzó el poco dinero que había en la casa.
Unos billetes arrugados. Un consuelo miserable.

Y aquí me vas a perdonar, pero voy a abrir un paréntesis:
Jhonatan trabaja, trabajaba, y no tenía un puto peso. ¿Te sorprende?
El sistema está hecho para que no tengas nada.
¿Crees que las escuelas y las universidades son lugares para crecer? No, amigo. Son fábricas de obediencia.
Te enseñan a agachar la cabeza. Te enseñan a correr contra el reloj. Te programan para ser un engranaje barato en una máquina que nunca vas a entender.
Y el sueldo, ¡oh, el sueldo!, lo miden como se mide la cadena a un perro: ni muy corta para que no ladre todo el día, ni muy larga para que no escape.
¿Pensaste que con un título serías libre?
Ja. Solo vas a gastar más.
Porque ahí vienen los anuncios brillantes, las deudas bonitas, los gustitos de fin de semana para disfrazar tu esclavitud.
El pobre sobrevive. El de clase media cree que vive, pero siempre debe. Y el rico, ese cabrón, ya no necesita nada: ya tiene a todos los demás trabajando para él.

Paréntesis cerrado.

Sigamos con esta historia, aunque duela.

Jhonatan no pensó. Se lanzó al primer vehículo que tuvo enfrente, como quien escapa de un incendio.
El viaje fue largo, interminable, una tortura de más de tres horas en la que sus pensamientos se deshilachaban como hilos viejos: recuerdos de infancia, palabras nunca dichas, promesas que uno siempre cree que tiene tiempo de cumplir.
La ansiedad le bailaba en el pecho con botas de acero.

Cuando por fin llegó, lo recibió la familia: caras conocidas, sí, pero endurecidas por la tristeza. Ojos hinchados, ojos reacios, bocas apretadas en un silencio que gritaba más que cualquier palabra. Nadie le detuvo; le hicieron un gesto mudo hacia las escaleras.

Subió despacio. Cada peldaño era una sentencia.

La habitación del fondo parecía respirar un frío propio, uno que no tenía nada que ver con el invierno.
El padre de Jhonatan estaba allí, esperándolo.

—Ve a verlo —dijo alguien a su espalda. No supo si fue su tío, su primo, su propio miedo. No importaba.

El viejo estaba hundido en la cama, convertido en una sombra de lo que había sido. Su rostro era una máscara pálida, casi transparente; sus ojos, dos pozos vacíos donde ya no se reflejaba el mundo.
Sus manos, delgadas como ramas secas, temblaban con una violencia que partía el alma.

Pero aún así, cuando vio a Jhonatan, una sonrisa diminuta heroica, dolorosa se abrió paso en su rostro devastado. Extendió una mano temblorosa, luchando contra su propio cuerpo que ya comenzaba a rendirse.

Jhonatan se la tomó, apretándola con cuidado, como si con eso pudiera sostenerlo en esta vida un poco más.

Un vacío helado se abrió en su pecho, devorándolo sin compasión.

—Papá, ¿cómo estás? —preguntó, forzando su voz a sonar fuerte, a sonar normal. Como si algo aquí siguiera siéndolo.

—Bien, hijo... estoy bien —murmuró su padre.

Por un instante, un destello de lucidez cruzó por el rostro del viejo. Como si su mente luchara por aferrarse a la realidad, a su hijo, a algo.
Pero fue solo eso: un parpadeo.
De inmediato, las palabras empezaron a salir desordenadas, rotas. Hablaba de cosas que no existían, preguntaba por personas muertas, mencionaba lugares que ya no estaban.

Jhonatan escuchaba, tragándose la angustia a bocados amargos.

—Tengo sueño... voy a dormir —susurró el viejo, dejándose caer sobre la cama con una suavidad antinatural.

Sus ojos se cerraron.
Su respiración se volvió errática, irregular, como si cada aliento fuera una batalla perdida. A ratos parecía detenerse.
Jhonatan miraba, sin poder moverse, sintiendo cómo el mundo entero se resquebrajaba alrededor de esa cama.
Su padre parecía... muriéndose.
Y no había nada que pudiera hacer.

El dolor era tan grande que se volvió mecánico. Sus pies se movieron solos, lo llevaron fuera de la habitación sin que lo decidiera.

Se detuvo frente a una ventana.

La lluvia helada castigaba el césped allá afuera, tamborileaba contra los vidrios.
Pero el verdadero frío, el que de verdad calaba hasta la médula, estaba dentro de él.

Cada músculo, cada hueso, cada célula se estaba congelando desde adentro.
Hasta que llegó a sus ojos.
Hasta que sintió las lágrimas agolpándose, desesperadas por escapar, por mostrar que él también estaba muriendo un poco.

Jhonatan siempre se había creído fuerte.
Siempre pensó que el dolor se domaba, que las pérdidas se soportaban, que la tristeza se podía enterrar bajo un montón de excusas.

Pero hay momentos que derrumban hasta al titán más terco.
Hay dolores que ni el hombre más endurecido puede cargar sin romperse.

Y esta era una de esas veces.

Las lágrimas se desbordaron, como una represa vieja que revienta cuando menos debería.
Sollozó como un perro herido. Como un niño perdido en medio de la guerra.
Solo los gritos logró contener, por puro instinto, por esa absurda idea de no despertar al que dormía ahí.

Una pregunta carcomía su cerebro, una y otra vez:

¿Cómo carajos es posible?

Los exámenes habían salido bien. Todos los jodidos estudios decían que el viejo estaba "estable", "controlado", "sin complicaciones".
¿Entonces por qué se estaba deshaciendo delante de sus ojos? ¿Por qué cada día era peor?
¿Dónde estaba la maldita ciencia ahora?

Mientras su cabeza daba vueltas, la respuesta más amarga le mordió la garganta:
La corrupción.
Sí, esa plaga que lo contamina todo. Hasta los hospitales. Hasta las camas de los moribundos.
Clínicas, EPS, IPS, un puto abecedario de avaricia.
Billeteras hinchándose a costa de cadáveres frescos. Médicos falsificando cirugías, inventándose enfermedades, cobrando procedimientos que nunca pasaron de un papel.

Y no era un rumor de cantina, no era un chisme de viudas despechadas.
No. Él lo había visto.
Había trabajado en una clínica. Había olido esa podredumbre desde adentro.
Médicos verdaderos había, sí, unos pocos. Gente de carne, hueso y corazón. Pero basta un solo hijo de puta para envenenar un sistema entero.
Basta uno para firmar la sentencia de muerte de miles como su padre.

Y ahora mírenlo, de pie frente a ese hombre que alguna vez fue gigante, reducido a un saco de huesos y suspiros débiles.

Bueno, sigamos.
La desesperación se le metió en el pecho como un hierro candente.
Ese fue el momento.
El maldito momento en que entendió que ya no había marcha atrás.
Todo estaba pudriéndose delante de él y ni con todo el amor ni con toda la fe iba a cambiar eso.

Escuchó entonces la verdad a medias que nadie quiso decirle antes:
que su padre llevaba días, semanas, soportando dolores que no tenían nombre, mordiendo almohadas, sangrando de adentro hacia afuera...
¿Y él?
Él estaba ausente.
Demasiado ocupado, demasiado distraído en asuntos que ahora no valían una maldita moneda oxidada.

Buena excusa, sí. Pero una excusa no borra el olor a muerte.

La culpa se le pegó a la espalda como una bestia hambrienta. Lo empujó. Lo hizo moverse. Lo obligó a actuar.
Tenía que hacer algo, cualquier cosa, aunque fuera tarde, aunque fuera inútil.

Decían que debía hacer su estancia "feliz", llenar esos días de sonrisas forzadas.
Pero Jhonatan no escuchó.
Porque a veces, la esperanza es una broma cruel.
Y él ya estaba harto de reír.

Así que lo llevó al hospital.
La UCI lo recibió, con sus paredes blancas y su olor a alcohol barato y muerte disfrazada de protocolo.

Lo que sigue ya lo sabes.
Una cama fría.
Una máquina pitando.
Un tal vez sin aplausos.

Tratarlo era como intentar salvar a un hombre que ya estaba cayendo al abismo.
Se hicieron los exámenes que había que hacer, sí, porque a última hora todos se vuelven diligentes.
El diagnóstico fue un puñal: falla renal brutal, tan jodida que hasta sus pulmones ya habían firmado la rendición.
¿Opciones? Una sola: diálisis. Como si enchufarlo a una máquina fuera a borrar toda la negligencia previa.

Sus riñones estaban podridos, intoxicados hasta los huesos.
Tuvieron que intubarlo como si eso fuera a darle un poco de dignidad en su despedida.
Cinco litros de oxígeno por minuto.
Cinco litros para un hombre que ya no respiraba esperanza.

Y ahora sí, claro, ahora sí los procedimientos se hicieron como se debía.
Con toda la burocracia quirúrgica reluciente, como si quisieran maquillarlo todo para el acta de defunción.
El resultado era obvio: irreversible.
No había cura en esa etapa.
Solo protocolos de última hora para no quedar como unos completos ineptos.

Y lo peor...
Eso, eso que carcome: todo pudo haberse evitado.
Pudieron haberle regalado años. Años reales, dignos, sin tubos, sin lágrimas.
Pero no.
Ahora, aunque hicieran malabares quirúrgicos, el desenlace estaba escrito en piedra.

Y diré algo porque alguien tiene que decirlo:
¿Si se hubieran movido antes, no habría costado menos?
¿No habrían ahorrado plata esas santas EPS que tanto lloran miseria?
Pero no. Prefirieron darle vueltas, escupir papeleo, dejar que el veneno avanzara, y al final gastaron más.
Qué ironía tan estúpida.
Qué maldito desperdicio de vida y de dinero.

Perdón. La rabia se me sale por los dedos. No lo puedo evitar.

Sigamos.
El viejo terminó en una sala fría, quirófano de turno, rodeado de máquinas que pitaban y caras sin nombre.
Nada de familiares.
Nada de calor humano.
Solo luces blancas y murmullos profesionales.

Por momentos, abría los ojos y buscaba algo conocido.
Pero no había nada.
Sólo rostros que no le decían nada.
Y entonces lloraba.
Lágrimas crudas de quien ya sabe que lo abandonaron al destino.

Los médicos bailaban su triste danza, moviéndose entre camillas como obreros en una fábrica de muertos.
Una cirugía más. Un paciente menos.

Hasta que el monitor dejó de sonar.
Y el chillido agudo del electrocardiograma selló todo.

Intentaron reanimarlo.
Claro, hicieron el teatro completo.
Pero todos sabían que era para las cámaras internas, para los protocolos.
Porque el viejo ya se había ido.

Afuera, Jhonatan esperaba.
Rascando esperanzas imaginarias.
Planeando disculpas.
Soñando con una conversación que nunca ocurriría.

Cuando el médico salió, su cara lo dijo todo.
Ni siquiera tuvo que abrir la boca.
Y aún así, lo hizo.
Con ese falso tono compasivo que usan para no sonar como verdugos.

El viejo había muerto.
Así, sin más.

Y Jhonatan sintió ese dolor que no te enseñan a soportar.
El dolor que no tiene forma ni palabras.
Solo gritos que revientan en el pecho.
Culpa que se te adhiere como una segunda piel.

Sentirse aplastado, atropellado por la puta realidad.
Rezarle a santos en los que nunca creíste.
Suplicarle al universo, a quien sea, que todo sea un mal sueño.
Aunque sabes que no lo es.
Aunque sabes que, esta vez, no hay vuelta atrás.

Y aquí estoy yo, parado como un imbécil, a varios metros de donde entierran al viejo.
Una multitud se ha juntado, como buitres alrededor de un cadáver caliente.
Unos lloran. Otros solo están aquí para cumplir o para chismear.
Y yo, que apenas lo conocí en vida, también vine.
Como todos: a verlo cuando ya no puede vernos.

Hipócritas.
Yo también.
No me excluyo.

No voy a ponerme a hablar de mis creencias. ¿Para qué?
Sé que a más de uno le revolvería el estómago.
Y honestamente, que se jodan.

Jhonatan está hecho mierda.
Se le nota hasta en la forma en que respira, como si el aire también pesara.
Ojos rojos, ojeras cavadas a pala, labios resecos, oídos sordos a cualquier consuelo barato.
Todo eso tiene nombre: culpa.
Y no hay cura para eso.
Solo se aprende a cargarla como quien arrastra un cadáver en la espalda.

El cura reza algo. Un guion repetido hasta el cansancio.
Palabras que ya no significan nada.
El ataúd baja, y el polvo empieza a comerse lo que queda.

Sí, es verdad: Jhonatan no estuvo ahí para su viejo.
Pero también es verdad que lo amaba, a su manera humana.
¿Y por qué pasa todo esto?
Porque somos exactamente eso: humanos.
Y los humanos no sabemos amar sin cagarla primero.
No sabemos valorar nada hasta que lo vemos pudrirse en nuestras manos.

No habrá segunda oportunidad, Jhonatan.
No habrá otra tarde, otra charla, otro "te quiero" mal dicho.
Solo este silencio espeso y este dolor que te va a seguir hasta que también te entierren.

Y ustedes, ustedes que ahora me escuchan o me leen o qué sé yo...
Tal vez esperan que les suelte un consejo.
Algo bonito para que duerman mejor esta noche.

Pues no.
No hay consejo.
Y si lo hubiera, me lo guardaría.

Porque aunque lo dijera, aunque lo gritara en sus putas caras, no lo escucharían.
No lo entenderían.
Quizá ahora les suene en los oídos, les arda un poco en la conciencia...
pero luego seguirán igual.
Tropezando con los mismos errores.
Mordiendo las mismas heridas.

Igual que yo.
Otro idiota más, perdido entre idiotas.

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